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Al mirar no vio nada pero su mente reprodujo el celaje del pasillo. Un frío húmedo le recorrió toda la extensión de la espina dorsal. Intento el interruptor nuevamente, y el clac esta vez sonó a fastidio. Entonces las veo. Cinco o seis, no, siete niños se asomaban por detrás del espaldar del sofá-cama. Todos tenían los cabellos largos y alborotados. Todos eran transparentes. Sus deditos se aferraban al borde de tela y sus ojitos le miraban divertidos, sugiriendo sonrisas miradas detrás del mueble. Alfonso los miró. Pestañeó. Se restregó los ojos. Seguían en el mismo lugar. Mirándolo. De pronto, volví a sentir la represión contra su muslo derecho. Sin atreverse a girar la cabeza entornó los ojos y vio la carita divertida del niño en el pasillo mirándolo sin pestañear, como queriendole decir: “vamos a jugar”.
